miércoles, 25 de septiembre de 2013

Huellas

Es un remolino atolondrado de líneas. Giran, las líneas. Se intersectan como llevándose por delante unas a otras. Giran y giran inútilmente, las líneas.
Pero no. No son líneas, son montañas; montañas microscópicas con sus cumbres y sus valles diminutos. Son los altorrelieves de la piel, les dicen crestas papilares y están horadadas por una multitud de poros que sudan.
El sudor de la piel se escurre siguiendo obedientemente las crestas atolondradas, se detiene en los valles donde se mezcla con la grasa. La grasa y el agua, que vienen de las intimidades del cuerpo, dejan su huella. No importa que sea sobre un metal bruñido, un pan recién horneado u otra piel. Allí estarán nuestras huellas húmedas y efímeras; huellas sin memoria. Dejamos nuestra cartografía en todo lo que tocamos.
No importa que la piel se despiele (cada día soltamos 500 millones de células muertas), las crestas y los surcos siempre están ahí, formando esos remolinos siempre iguales.
Esa persistencia nos delata a quienes nos controlan. La dactiloscopia tiene más de cien años. La detección del ADN es más reciente, pero todavía es demasiado cara, ya vendrá.
Desde hace algún tiempo, las máquinas nos reclaman una libra de carne. Están tratando de transformar lo real en los números dígitos que nosotros creamos contándonos los dedos: uno cero cero uno... Nosotros consentimos. Cada vez más, como dice Baudrillard, no nos podemos producir como espejos sino como pantallas, las decenas de pantallas que devoran nuestra imagen cotidianamente.
Las máquinas digitales quieren digitalizar el cuerpo, fragmentarlo en dígitos. Lo hacen prometiéndonos el acceso a un paraíso electrónico cuya puerta, sin embargo, se aleja continuamente.
Ahora nos enteramos que hay un teléfono inteligente (sic) al que sólo se accederá con la huella dactilar de su usuario. Touch ID, le llaman. Algo así como identidad táctil.
Las crestas y los surcos papilares, entonces, serán uno cero cero uno... Y, más adelante, un código de barras; rectas, algunas más gruesas que otras, odiosamente paralelas.
Eso sí, las huellas biométricas (como la forma del iris, los latidos personalísimos del corazón), no se pueden borrar. Muerto ya el cuerpo, quizá subsistan para siempre en la memoria infinita del corazón de las tinieblas. 

miércoles, 18 de septiembre de 2013

La manzana que pregunta

Le fils de l’homme, René Magritte, 1964
La manzana molesta. Las manzanas no son así, verdes, redondas al compás, con tantas hojas. Ésta es una manzana histérica: atrae la mirada, pero no deja ver el rostro. Interfiere, exaspera.
El hombre del bombín (el anacrónico hombre de bombín, como el de Chaplin) permanece calmo. El impecable paletó cae impertérrito. Las mangas llegan adonde deben llegar, ni un centímetro más. La corbata se ahoga apretada por el cuello almidonado como si fuera de celuloide.
La imagen es, entonces, el cruce de la manzana que molesta y la calma metafísica del hombre de bombín. Un oxímoron.
René Magritte, viejo truhán, sabía lo que hacía. La manzana pregunta. Abre el misterio de los velos. Hay un rostro aparente, la manzana, y un rostro que, curiosamente, no es real porque dispara la multiplicidad de lo posible. La manzana deja en suspenso la identidad. Es un rostro imaginario que se forma en el deseo de la mirada del que mira. 
Cada cosa que vemos -decía Magritte, el hijo del hombre, puesto que éste es un autorretrato-, esconde otra. Es una especie de batalla entre lo visible escondido y lo visible aparente.
Sin el deseo de lo escondido, pues, no habría realidad. Es más, la condición misma de la existencia del cuerpo (y de todo lo demás) es el misterio.













René François Ghislain Magritte (1898/1967) en 1965

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Revelaciones de la miopía

Cravatta, Domenico Gnoli, 1969
El tipo, evidentemente, es miope. Se acercó al nudo de la corbata (ni siquiera a la corbata, sino al nudo, apenas), la nariz pegada al nudo de la corbata. Ahora la ve grande, como ampliada. De seda, la corbata.
Si uno lo piensa bien, nacen las dudas. ¿El tipo mira su propia corbata en el espejo, olisqueando la fría luna inodora? ¿O es la corbata de otro, entonces él la mira? ¿Es la corbata de la complacencia cuando uno se mira? ¿O la mirada que escudriña, no sea cosa que no sea de seda?
De modo que vacilamos. Cuando las cosas se ponen hiperrealistas (más bien, sobrerrealistas), vacilamos. Domenico Gnoli (1933/1970) pinta lo que no pinta.
Porque de tanto exceso de realidad en este nudo simple de corbata se produce algo metafísico. Metafísico en un sentido lato: lo que está más allá de lo físico. ¿En esta imagen no hay como un misterio del más allá del nudo de la corbata? ¿Este fragmento detalladísimo de cuerpo no alude al cuerpo mismo? ¿Quizá al cuerpo fragmentado de los años 60, cuando se usaban esas corbatas de seda aburrida?

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La sombra de la sombra

Santo Sudario, Catedral Metropolitana
de San Juan Bautista, Turín, Italia
Un rostro. Desvaídamente, un rostro. Por la boca amarga. Por los ojos muertos. Quizá por los ríos de sangre que bajan de las espinas. Ésta sería, pues, la imagen de Cristo.
Moisés le preguntó cuál era su nombre. Yo soy el que soy, dijo. No Jesucristo, que era la carne. Sino Yo, el que soy, que era el dios.
Y para cuando los cristianos le preguntaran cuál era su imagen, dejó la imagen de una imagen. 
Al menos es lo que narra Jacopo della Voragine (1230/1298) en la Legenda Aurea: “Y yendo yo a llevar el lienzo al pintor para que me diseñase –dice que dijo Verónica-, mi Señor salió a mi encuentro y me preguntó adónde iba. Cuando le manifesté mi propósito, me pidió el lienzo y me lo devolvió señalado con la imagen de su rostro venerable”. Era en el huerto de Getsemaní y Jesús habría elegido dejar a la posteridad esa imagen de su cuerpo. 
Uno no puede menos que pensar en Plinio el Viejo (23/79 d. de C.), quien sostenía que los orígenes del retrato se remontan a la primera vez que alguien circunscribió el contorno de la sombra de un hombre. La hija del alfarero Butades de Sición, en Corinto, desolada porque su amado saldría a la guerra, dibujó su perfil sobre la pared a la luz de una vela. Fue el primer retrato, la presencia de la ausencia del amado. 
De modo que el retrato no nació de mirar directamente al rostro, sino de dibujar la sombra de su perfil. Es el cuerpo, la carne de la Naturaleza, el que genera la imagen primera. También Cristo, entonces.
También Cristo confió su imagen al sudor, no importa si fue en el huerto de Getsemaní, en el camino a la cruz o en la cueva de la muerte. Es el sudor lo que dibuja, lo que imprime la tela. 
Este rostro pálido de siglos es la representación de la representación de un cuerpo ausente. La imagen de una sombra.