miércoles, 27 de marzo de 2013

Las figuras desfiguradas

El entierro del señor de Orgaz, El Greco, circa 1587, Iglesia de Santo Tomé, Toledo

Un modo de mostrar este cuadro de cuerpos portentosos es imaginarlo como un carbón que arde. Abajo, la llama amarilla del oro eclesiástico y el negro todavía no encendido de los caballeros. Arriba, el humo que se eleva gris. Gris hacia el cielo de grises cuerpos alargados, inverosímilmente retorcidos, fantasmales como imágenes que quedan en la retina.
En esa pirámide de carbón ardiente hay una jerarquía de cuerpos. Los cuerpos carnales de los caballeros que rodean al muerto; los ángeles intermedios; el Cristo y la virgen y los santos. 
Los cuerpos mortales son figuras nítidas, ordenadas como esa golilla que les disciplina el cuello y el porte. Los cuerpos celestiales son como el humo, como volutas ingrávidas.
Gilles Deleuze lo dice mejor: “En lo alto, allí donde el conde es recibido por Cristo, hay una liberación loca: las Figuras se enderezan y se alargan, se afinan sin medida, fuera de cualquier constricción. A pesar de las apariencias, ya no hay historia que contar, las Figuras están liberadas de su papel representativo, entran directamente en relación con un orden de sensaciones celestes”.
Los cuerpos del cielo de El Greco (1541/1614) no tienen nada que decir, nada que representar. Simplemente, remiten al código cristiano donde todo está dicho. El griego pinta las figuras divinas con una fantasía que permite cualquier cosa.
“No hay que decir ‘Si Dios no existe está todo permitido’, dice Deleuze. Es justo lo contrario. Porque con Dios está todo permitido. Es con Dios que todo está permitido”.





Carlos Casagemas se suicidó a los veinte años por una novia que no lo quiso. Su amigo Pablo Picasso pintó entonces este entierro binario. Un sepelio también de tierra y de cielo. Pero con niños y putas. Y un alma que se escapa en un caballo blanco.







El entierro de Casagemas, Pablo Picasso, 
1901, Musée d’Art Moderne, Paris

miércoles, 20 de marzo de 2013

La sastrería

Cantos del desposeído, Marcos López 
Retrospectiva "Debut y despedida", Buenos Aires, 2013
Son cuerpos anchos, pieles amasadas con aceitunas silvestres. Están serios, no tienen por qué no estarlo. También está serio el maniquí rubio que asoma detrás del grupo. Es el único que no mira a cámara. Quién sabe qué hace ahí.
La presencia abrupta del maniquí nos hace reparar en el entorno de la fotografía de Marcos López (Gálvez, 1958). Es una sastrería. De allí las telas que cuelgan detrás, las imágenes de modelos en la pared, los maniquíes.
Una sastrería es un mundo de medidas, de centímetros de hule y escuadras de madera amarilla. Es un mundo de cánones, de proporciones correctas. La cabeza debe ser equivalente a la octava parte de la altura del cuerpo. Es el código da Vinci, un círculo cuyo centro siempre coincide con el ombligo.
El cuerpo “debe” ser conforme al “buen gusto”, una idea de las proporciones impuesta por las clases dominantes. El “buen gusto”, claro está, define qué es un cuerpo bello y qué no lo es. Es, entonces, un dispositivo de apartamientos, de discriminaciones.
Pero la sastrería es también un mundo de mentiras, como las hombreras, prótesis que disimulan las imperfecciones del cuerpo. Porque hay una materialidad que está fuera del canon y los discursos del poder. Los moldes de papel se rasgan cuando tratan de adaptarse a esos cuerpos gruesos, más cerca de la tierra que el maniquí rubio que parece elevarse por sobre el grupo.
Pero también podría ser que los retratados fueran los trabajadores de la sastrería. Los que acarrean las telas, los que cosen los pespuntes. Los que fabrican los trajes (los cánones) que les muestran incesantemente las iglesias, las escuelas, los televisores. Porque, como diría Pierre Bourdieu, los desposeídos contribuyen a su propia dominación puesto que reproducen los valores dominantes en la sociedad. He aquí la paradoja, la triste paradoja de la sastrería.

miércoles, 13 de marzo de 2013

El dolor del alma

Sansón cegado por los filisteos, Rembrandt Harmenszoon van Rijn, 1636, 
Städel Museum, Frankfurt, Alemania

Lo están dejando ciego. No puede haber si no violencia en esas armaduras y esos cascos relucientes. Un filisteo amenaza con una lanza a Sansón tumbado en el suelo, pero es innecesario. Dalila huye de la tienda con las tijeras de la castración simbólica.
La luz ilumina el cuerpo de Sansón. La hoja del puñal se hunde en el ojo. Le duele, claro que le duele. Pero no es eso lo peor.
El dolor lacerante está en el pie. Se levanta en el centro mismo de la escena, en ese escorzo que abre un precipicio. El pie iluminadísimo se come la oscuridad de la escena. Es allí donde está el sufrimiento de Sansón.
Somos hermanos de los animales en el dolor. Para ellos es un fenómeno fisiológico; un rasgamiento de la piel, un golpe en el hígado, un derramamiento de los humores. No lo es para nosotros.
Nuestra experiencia del dolor depende de la cultura, de quiénes somos, de qué sentido le damos. Por eso los umbrales de sensibilidad varían enormemente de unos a otros.
El dolor de Sansón es innegable. Rembrandt (1606/1669) lo dice en el ojo acuchillado. El caudillo de los israelitas siente que su vida se ha visto abruptamente paralizada por esa sensación agudísima que lo empequeñece. 
Pero lo malo es el sufrimiento moral. Ese dolor del alma, si es que ésta existe, se expresa en el pie contraído de dolor. Sansón sufre porque perdió su condición de héroe, porque ahora es un hombre. Un hombre insignificante, diría alguien. Sí, insignificante puesto que la significación mística se ha derrumbado.
En un tiempo, Sansón de nuevo poderoso intentará restaurar su mito derrumbando las columnas del templo que caerán también sobre él. Pero ya ha conocido el dolor de ser apenas un hombre.  

miércoles, 6 de marzo de 2013

La imagen, esa traidora

Fotograma de Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966 

Los árboles encuadran los arbustos, allí, detrás. El cielo lechoso no tiene ninguna importancia, sirve para que se recorte el follaje. El pasto se extiende como una sábana recién tendida. En esta imagen no hay punctum, nada que punce la mirada, un punto que atraiga la atención porque rompe la monotonía. Es un paisaje, un paisaje y nada más.
Pero, claro, un paisaje es un espacio que se ve desde un sitio. Para que sea un paisaje es necesaria una mirada. Como la de Thomas.
Thomas es un fotógrafo interesado en los paisajes o, más bien, en la representación de los paisajes. Acaba de pasar por una casa de antigüedades buscando cuadros de paisajes. El dependiente le dice que no hay. Cuando se para delante de un cuadro que sí es un paisaje, le dice que está vendido; que están todos vendidos. El dueño de la tienda (también de los paisajes) no está. Thomas maquina comprar el local.
Fotograma de Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966 
Se va al Maryon Park, en un barrio de Londres. En el parque solitario hay una pareja.  Toma unas instantáneas furtivas como hace él, disparando una y otra vez como un cazador ansioso. Son interesantes. Le parecen serenas, piensa incluir las imágenes en un próximo libro de fotos después de otras, muy violentas, para equilibrar.
Vuelve a su estudio. Revela el rollo, hace las primeras copias. Algunas tienen un fondo (el mismo fondo que el ojo ha abstraído para poder mirar la pareja) donde aparecen figuras borrosas entre los matorrales. Las amplía para discernir de qué se trata. Las amplía dos, tres veces. Hasta que descubre un cadáver en el suelo, la silueta de un asesino, el contorno de un arma.
Fotograma de Blow up, Michelangelo Antonioni, 1966 
Le ha pasado como a Bill, su amigo pintor, que hace algo semejante al expresionismo abstracto, a lo Jackson Pollock.  El artista le ha confesado que, al principio, sus cuadros no le dicen nada. Es un lío, un desorden, dice. Hasta que, con el tiempo, adquieren forma y sentido. “Como una pista en una novela policial”.
Thomas le encuentra sentido a ese follaje confuso ampliando frenéticamente las imágenes. Entonces descubre un cadáver. Entre el follaje ha habido un asesinato. Regresa al parque. Pero no hay ningún cadáver.
Thomas no entiende. ¿Dónde está la realidad? ¿Dónde la ilusión?
En el parque, unos mimos juegan al tenis sin raquetas, ni pelota. Otros mimos miran el vaivén de la pelota inexistente. Hasta que sale de la cancha. Le piden al fotógrafo que la recoja. Corre hasta donde ha caído la pelota imaginaria. Y la devuelve.
Esto es lo que narra Michelangelo Antonioni (1912/2007) en su película Blow up (1966). La tesis es sencilla: las imágenes, esos indicios de la realidad, eso que indica que allí ha estado algo que ahora no está, son traicioneras. Son una pista falsa. La realidad no está allí. Quizá no haya estado nunca.