miércoles, 31 de octubre de 2012

Como animales

Trois têtes d’aigle et trois têtes d’hommes en relation 
avec l’aigle, Charles Le Brun, Musée Louvre, Paris 

Son iguales. La mirada depredadora. La frente tirada hacia atrás. La nariz pico. Hombres y águilas. Si uno mira bien, hay algo humano en esas águilas enojadas como hombres enojados. Y algo animal en esas caras enojadas como águilas.
¿Quién no ha visto una cara caballuna? ¿Una cabeza simiesca? ¿Unos ojos de lechuza asustada? ¿Unos dientes de conejo?
Basta trazar algunos triángulos en la cabeza humana. Hay que calcular con precisión el ángulo de los ojos -la parte noble del rostro- con relación a la glándula pineal que, como cualquiera sabe, es donde reside el alma. Entonces uno está en condiciones de atribuir a cada quién a qué animal semeja y, por ende, qué  pasiones lo agitan.
Al menos esto pensaba Charles Le Brun (1619-1690), el Premier Peintre du Roi, el cortesano que diseñó el Salón de los Espejos de Versalles, el hombre que inventó el estilo Luis XIV. Y que quería hacer un catálogo de las emociones suponiendo que se pueden deducir las virtudes y defectos de una persona a partir de la semejanza de su rostro con un animal.
Le Brun escudriñaba con empeño qué dicen del alma las apariencias corporales. No era el primero (antes fue Giovanni della Porta, después Descartes), ni sería el último. Es natural, el rostro es un mediodecir, como sostiene Le Breton. Remite tanto a la semejanza como a la diferencia infinitesimal. El asunto es que para estar en el mundo hay que catalogar a quien tenemos enfrente rápidamente, sin ambigüedades. Entonces medimos cráneos, labramos cartas astrales, formamos prontuarios. Como si el Otro fuera descifrable.  

miércoles, 24 de octubre de 2012

La otra

Peccato originale e cacciata del Paradiso terrestre
Michelangelo Buonarroti, circa 1509, Capilla Sixtina, Vaticano

Como las imágenes góticas, aquí el tiempo de la acción (a la izquierda) se mantiene en el mismo plano que el tiempo de la consecuencia (a la derecha). El pecado original, pues, y la consecuente expulsión del Edén.
A la izquierda, los cuerpos tensos por la tentación de conocer el fruto agridulce del mal y del bien. A la derecha, los cuerpos ya no son los mismos. Adán es conciente de su desnudez. Un querubín de fulgurante espada, que de ahora en más guardará el árbol de la vida, le pincha el cuello. Y Eva, de pronto vieja, se encoge de culpa.
Pero hay algo más, algo perturbador. Enroscada en el árbol de la vida, lo que debiera ser la serpiente pero que aquí es una mujer con cola de reptil. La Biblia habla claramente de la serpiente tentadora maldita por Dios. No de una mujer-reptil.
La mujer enroscada no sería otra que Lilith. Al menos eso dicen los que creen que Michelangelo Buonarroti (1475/1564) aceptaba en silencio ciertas lecturas rabínicas del Antiguo Testamento.
En el primer capítulo del Génesis, se dice: Y creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó (Gen, 1:27). En el segundo capítulo, se dice: De la costilla que Dios había tomado del hombre, formó una mujer y la condujo delante del hombre (Gen, 2:22).
Uno podría pensar que se trata del relato de un mismo hecho desarrollado contradictoriamente dos veces. O que, en efecto, Dios amasó una mujer con la misma arcilla que Adán. Y que, más tarde, formó otra con la costilla de Adán. La primera sería Lilith y la segunda, Eva.
¿Por qué la creación de Eva, la segunda? Porque Lilith, la primera mujer, había abandonado el Edén. No soportaba que, habiendo sido creada con la misma arcilla igualitaria, Adán, monótona y obstinadamente, le exigiera ponerse encima de ella al hacer el amor. Harta, pronunció el nombre impronunciable de Yahvé y se deshizo en el viento (lil, significa “viento”, “aire”, “espíritu”). A orillas del Mar Rojo fornicó incansablemente con los demonios.
Yahvé mandó a los ángeles Snvi, Snsvi y Smnglof a traerla de nuevo al redil, pero Lilith los rechazó. El Creador comprendió entonces que no es bueno que el hombre esté solo (Gen, 2:18) y formó a Eva, la otra.
No es extraño que Lilith-serpiente, como parece haber pensado Miguel Ángel, buscara la caída de Eva, su rival.

miércoles, 17 de octubre de 2012

La génesis del género

Creazione di Adamo, Michelangelo Buonarroti, circa 1511. 
Capilla Sixtina, Vaticano

Adán emerge de la tierra de la que está hecho*. Dios desciende envuelto en el torbellino de sí mismo. Rodea con su brazo izquierdo a una Eva de pechos casi planos, rubia, que espera.
Es la puesta en escena del Génesis, el Libro de los Orígenes (Y formó Yahvé al hombre del polvo de la tierra e insufló en sus narices aliento de vida, de modo que el hombre vino a ser alma viviente; Gen, 2:7). Aquí el soplo no es en las narices sino en el dedo dador de la vida y el dedo todavía laxo del que la recibirá. Los dedos no se tocan. Dios es intocable.
Y después el versículo 18 (Entonces dijo Yahvé: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda semejante a él). Así como los versículos 21 y 22 (Entonces Yahvé hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió y le quitó una de las costillas y cerró con carne el lugar de la misma. De la costilla que Yahvé había tomado del hombre, formó una mujer y la condujo ante el hombre).
Michelangelo Buonarroti (1475/1564) tomó partido. La costilla formidable de Adán es la materia de la que está hecha la primera mujer. No sólo eso, Adán le da nombre, la hace parte del mundo (Y dijo el hombre: “Esta vez sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada varona, porque del varón ha sido tomada”, Gen, 2:23).
Pero en el mismo Génesis, en el capítulo anterior, hay otro relato distinto. Y creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó (Gen, 1:27). El varón y la mujer son creados en el mismo instante. Y, como se sabe, el instante es el tiempo de la igualdad, no hay un jerárquico antes de un después inferior. No hay costilla posterior. No hay varona, entonces.

* Curiosamente, Adán muestra un preciso y terminante ombligo. Él, que no tuvo vida intrauterina ni, por ende, cordón umbilical que cortar.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Paraísos artificiales

L'absinthe, Edgar Degas, 1876. Musée d’Orsay, Paris

Llevan la derrota en el cuerpo. Los hombros abatidos, la mirada ida. Es esa mirada la que dice que la derrota no les vino en la pelea sino en la retirada. Al principio se retiraron del mundo intencionalmente, ahora no pueden evitarlo.
La quieta escena ocurre en el café La nouvelle Athènes, en Place Pigalle, aunque Edgard Degas (1834/1917) la pintó en su estudio. Ella es Ellen André, una actriz, y él, Marcellin Desboutin, un grabador. En realidad, no sabemos si son ellos o si ellos son ese reflejo confuso en el espejo que tienen detrás.
Esos cuerpos desbarrancados son, qué duda cabe, patéticos. Pero el detalle verdaderamente conmovedor son los pies cansados de Ellen. Le duelen las plantas de los pies, martirizados por los zapatos pobres. Por eso apoya sólo los talones sobre el piso.
El nombre original de esta pintura triste fue Dans le café. Ahora se llama L’absinthe, “El ajenjo”. Es lo que bebe Ellen, un alcohol violento. Hay quien la llama la fée verte (el hada verde) porque lleva a un mundo de ensueño asesino.

Paul Verlaine au café François
Paul Dornac,1892. Musée Carnavalet, París
Baudelaire cree que el paraíso artificial del hachís diluido en ajenjo ayuda a la creación. También lo creen Verlaine y Rimbaud. La alucinación de los sentidos inducida por la absenta conduce a la alucinación de las palabras, a un forzamiento de las palabras capaz de cambiar la vida.
No pareciera. Miremos esta foto de Paul Verlaine. También es en un café, el François en este caso. También hay una copa de ajenjo. No debe ser la primera porque el príncipe de los poetas está decididamente ebrio. Los ojos abotagados, la mirada perdida. Son sus últimos años. Aquí tiene sólo cuarenta y ocho.
Quizá sea cierto lo que decía Oscar Wilde: Después del primer vaso, uno ve las cosas como le gustaría que fuesen. Después del segundo, uno ve las cosas que no existen. Finalmente, uno acaba viendo las cosas tal y como son, y eso es lo más horrible que puede ocurrir.

miércoles, 3 de octubre de 2012

La corona del miedo

Passos da paissão (detalle), Antônio 
Francisco o Aleijandinho Lisboa, s. XVIII. 
Congonhas do Campo, Minas Gerais, Brasil

Los ojos asustados. Almendrados, como esas figuritas de porcelana que vienen de Macao. La barba acaracolada y partida en dos. El pelo, como olas. Y la sangre, la sangre. 
Pero el punctum de esta imagen es la corona de espinas, encasquetada hasta las cejas, deslizada hasta allí por los latigazos o el madero indócil que se venía encima. Es ese detalle espontáneo el que lo dice todo. El que da miedo.
Es lo que espera el barroco, después de todo. Despertar el temor a Dios. Y al pecado, que está escondido en cada pliegue del cuerpo cristiano.
Esta talla espléndida, perdida en las serranías tropicales del Brasil portugués de fines del siglo XVIII, estaba labrada para infundir miedo. Como lo inspiraba sin querer el tallista, Antônio Francisco Lisboa (1730/1814), a quien llamaban o Aleijandinho (diminutivo de aleijado, lisiado, tullido).
Era un mulato como tantos, hecho (o mal hecho) en la cama ocasional de un arquitecto portugués con una negra tintineante, que sólo fue liberada en su bautismo. Aleijandinho era oscuro, bajo, crespo, orejón, cogotudo.
Un mal día, no se sabe si por cierta sífilis, empezó a deformarse. Perdió los dedos de los pies de modo que caminaba de rodillas. Las manos se le hicieron garras y sólo le quedaron los pulgares y los índices.
Así, ese desdichado tullido talló las preciosidades que talló, como el Vía Crucis de Congonhas. Hizo ese Cristo bellísimo como el revés de su propio cuerpo lisiado. He ahí la maravilla.
Aleijandinho, el del escoplo atado con cuerdas a la mano mutilada, daba miedo. Y quería que Cristo, el de la corona espinada, sangrante, diera miedo. Miedo al cuerpo propio –parafraseando a Carpentier-, miedo a la simiente que se vierte en el vientre.