miércoles, 26 de septiembre de 2012

Relojes sin hora

La persistencia de la memoria, Salvador Dalí, 1931. 
Museum of Modern Art, Nueva York

Los relojes se derriten como un camembert al sol. Pierden lentamente sus formas. Las esferas no son ya esferas. De modo que las agujas no pueden girar obedientes los 360° que necesitan para dar cuenta del paso de las horas y de los minutos. No hay tic tac entonces, sino el ruido sordo de un reloj que se derrite.
Salvo uno. Está dado vuelta, se ve sólo la tapa de metal. Sobre ella bullen las hormigas, que son la muerte*. Así, sólo no se derrite el reloj final de la muerte.
Los relojes son importantes porque el cuerpo vive sobre los cables del tiempo que los relojes dicen medir.
Hay un reloj biológico; el ritmo de las necesidades, la métrica circadiana de la vigilia y de la noche, el decrescendo de la vida. No se trata de eso. Se trata, más bien, del tiempo en que vivimos.
El tiempo del siglo XXI es, más que blando, líquido. Los relojes no tienen peso, son números fosforescentes en la computadora, en el plasma, en el celular, que pasan y pasan. Todo pasa, constantemente. El cuerpo se tensa, se estira, se esfuerza por alcanzar el tiempo de las cosas como si las cosas tuvieran tiempo. En todo caso, el cuerpo se aliena en el tiempo del afuera.
Orhan Pamuk cuenta que en los setenta, en los ochenta en las casas todavía había relojes de péndulo. Dependían de alguien de la familia, que subía las pesas para que el péndulo oscilase. A veces lo hacía, a veces lo olvidaba. Entonces alguien se daba cuenta de la campanada ausente y los hacía andar.
Nadie los miraba para saber la hora, puesto que estaba más a mano en el televisor o en la radio. Sin embargo, el reloj de péndulo indicaba que esa casa era un hogar. No servía para recordarnos el tiempo, o sea, para que pensáramos de vez en cuando que las cosas cambian –escribe Pamuk-, sino para todo lo contrario, para hacernos sentir y creer que nada cambiaba. Nos hacían olvidar del tiempo, dice.
Los viejos relojes de péndulo no son los relojes blandos del siglo XX, ni los relojes líquidos del siglo XXI. Son los relojes de la intimidad, antes que el tiempo premioso del afuera arrasara con el tiempo de adentro.

* En 1929, Dalí colaboró con Luis Buñuel en el guión de El perro andaluz. La palma de la mano en la que negrean las hormigas representa un sueño del catalán. Esa pesadilla está hecha de la imagen terrible del murciélago que de niño había guardado en un frasco y que estaba siendo devorado por las hormigas.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Metafísica de las cosas

Desde mi estudio, Fortunato Lacámera, 1938, 
Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

El balcón se abre al Riachuelo. El sol entra oblicuo. Repite la reja sobre el suelo, marca su territorio sobre la mesa y los listones de madera.
Las puertas, rectas. El parquet, recto. La mesa, recta. Las rectas aquietan la imagen. La suspenden en el espacio y en el tiempo. Por eso la quietud, por eso el silencio.
Hay espejos. Los espejos vidrios espejan el afuera. Pero es el adentro lo que importa. El espejo con marco de madera refleja apenas el frasco, probablemente aguarrás para limpiar los pinceles que pintan esos ocres blandos, curiosamente sensuales. 
¿Dónde está el cuerpo? Aquí, aquí adentro, en la intimidad. Hay un cuerpo que se define en la intimidad. Eso es Fortunato Lacámera (1887/1951): un modo de mirar(se) en los espejos del adentro.
Afuera, cientos de obreros cruzan a la isla Maciel en el transbordador, las anclas se levantan, las grúas bajan y suben con quejas de acero. El batifondo llega de lejos. Adentro, Lacámera pinta ventanas entornadas, celosías que apenas dejan pasar la luz, pisos de madera que esperan los pasos para crujir. Lacámera pinta la misteriosa sombra del hombre. 

miércoles, 12 de septiembre de 2012

La mala

Salomé, Gustav Klimt, 1909, 
Galleria Internazionale 
d’Arte Moderna, Venecia

La mirada, de ajenjo. El lunar, de pacotilla. El vestido, de pavo real. Los pechos desnudos, pero no importa. Y las manos, esas sí; las manos, garras. La izquierda se enreda en la cabellera muerta de Juan el Bautista, el profeta de tres religiones. Es Salomé, el mal hecho cuerpo mítico.
Gustave Klimt (1862/1918) pinta su Salomé (a quien, dicho sea de paso, identifica con Judith, otra embaucadora bíblica) cuando Europa estaba obsesionada por la femme-fatale. No otra cosa es ese colorete exagerado y esa mirada alucinada de absenta, el licor maldito. Es la fascinación y el horror a la sexualidad femenina recién descubierta.
Es curioso: ni Mateo (Mat 14:1-12), ni Marcos (Mar 6:14-29) nombran a Salomé. La menta Flavio Josefo recién a fin del siglo I. Salomé (que deriva de salám, “paz” en árabe), era un nombre frecuente en los inicios de la cristiandad. Dicen que la partera de Cristo también se llamó así.
Salomé le debe la memoria en los hombres al hecho de que encarnó a Ishtar, la diosa babilónica, la prostituta sagrada de los dioses. Cobraba sus favores cruelmente. Has amado el corcel, orgulloso en la batalla, y le has destinado el cabestro, el aguijón y el látigo. Sin embargo, amó profundamente a Tammuz, su hermano y esposo. Cuando murió, Ishtar descendió al abajo de la muerte y en cada una de sus siete puertas se quitó un velo.
Es la Salomé de los velos la que escribe Oscar Wilde en 1891 y la que inspira a Klimt. No es para menos, la princesa habla con la lengua del Cantar de los Cantares. Desea el cuerpo de Jokannan (derivación fonética del hebreo Jojahan), blanco como la nieve que yace en las montañas de Judea. Desea sus cabellos, racimos de uvas negras. Desea su boca, una granada cortada con un cuchillo de marfil.
Tres veces Salomé se ofrece, tres veces el Bautista la rechaza. Besaré tu boca, Jokannan. Está dispuesta a los siete velos, a la lascivia de Herodes, a la bandeja de plata con la cabeza destroncada.
Salomé devora el objeto de su deseo. Es un goce fatal, un goce de hiel. Después de la muerte, logra su propósito. 
Besé tu boca, Jokanaan, besé tu boca. Había un sabor amargo en tus labios. Era el sabor de la sangre.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Años locos

Publicidad de artefactos sanitarios, 
revista Plus Ultra, Buenos Aires, 1920

El peinado à la garçonne, con el pelo rizado pegado al cráneo, le da un aire ligeramente andrógino. La androginia es, en verdad, el signo de emancipación sexual de esta época. No es casual que el espejo muestre la nuca, la nuca desnuda. 
El cuerpo se ha estirado, las piernas son larguísimas. La desnudez de los hombros llega hasta los bordes del abismo. Así es el ideal de belleza femenina en los Años Locos, al menos en Europa.
Pocos años antes, el sociólogo Max Weber había definido algunos ideal typen (tipos ideales) propios de la modernidad. Faltándole un poco el respeto, diríamos que aquí hay dos ideal typen: esta mujer embriagadoramente ambigua… y el cuarto de baño, que expresa también una imagen del cuerpo propia del imaginario de aquel entonces.
No hacía tanto las señoras se bañaban en tinas de latón, cuando no con modestas palanganas, en el propio dormitorio. Después vino el lavamanos y la bañera escondidos detrás de un biombo, por aquello del recato.
Recién a principios del siglo XX, cuando el agua llega desde ruidosas cañerías, las damas disponen de una habitación especial: el “cuarto de baño”. Las tiendas promovían lavabos y bañeras como los que se ven en la publicidad de Standard Sanitory. (También vendían water-closed, que no aparecen en el aviso seguramente por pudor).
El “cuarto de baño”, pues, era el lugar del cuerpo privado, el espacio de la intimidad. Ahí eran posibles las fantasías más imprudentes. En público, al menos en el Buenos Aires remoto, era otra cosa.  
No muchas porteñas de los años 20, más pacatas que las europeas, se animaban a salir a la calle longilíneas, atrevidas, un poquitín equívocas. Por ahora, ese baño de las revistas no era más que un sitio soñado donde quitarse los corsés de las viejas formas.